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La ruta sigue más allá de las luces de la autopista.

         en colaboración con Lucia Villa*.


Dos temas en la agenda de los medios disparan la necesidad de este texto. Por un lado el caso de Lucio Dupuy y por el otro el de Fernando Baez Sosa.

 

Empecemos por decir que hay una analogía que podríamos usar para dialogar con la realidad en relación a cómo abarcamos los fenómenos sociales tanto desde los medios de comunicación como en nuestra calidad de espectadores/ciudadanos (excepto que hoy podamos hacer una distinción entre ambos).

Cuando escuchamos una canción o cuando vamos al museo y vemos una pintura, hay algo más que un objeto ahí (ni siquiera en la instancia de su materialidad podemos acotar lo que vemos u oímos). Es decir, en ese momento pasan más cosas que el mero consumo de un objeto del mundo real. Un producto de la cultura como puede ser un tema pop o una escultura es, siempre, un nodo en la circulación de fenómenos sociales que están ligados a la interrelación de las personas con el mundo y a la de unos con otros.

No vemos únicamente un resultado (el fin del proceso creativo de alguien) materializado, toda vez que entendemos que esa interacción resulta transformadora. Entonces, al escuchar tal canción vamos a ponernos en contacto con una multiplicidad de capas que hacen de una canción una canción.

Por ejemplo, están las trayectorias personales de los músicos que la compusieron y grabaron, las capacidades técnicas de la industria en el momento que fueron registradas, la historia personal de quien escucha, la situación de ese consumo y, por supuesto, todo esto dentro de condiciones socio-económicas concretas. Es decir, en ese acto se juega toda una narrativa social que retroalimenta la cultura que a diario transformamos (y nos transforma).

 

Partir de esta analogía nos permite pensar que la realidad es un constructo denso. No vemos la realidad tal cual es ni desde lo fisiológico ni desde lo psicológico. Y mucho menos, desde lo social. La realidad es un magma de sentidos y significaciones que fluyen, mutando en cada acto humano. Esto que llamamos cultura es el campo donde circulamos los sentidos que intercambiamos en nuestra vida social.

Estos dos casos, el niño asesinado por sus madres y el adolescente golpeado mortalmente a la salida de un boliche en Villa Gesell, nos interpelan como sociedad porque ponen en juego un conjunto de significantes desde los cuales interrogamos a la realidad. Entiéndase, las categorías de pensamiento que usamos para aprehender el mundo, son el tamiz cambiante que da forma a la cultura desde la cual retornamos simbólicamente hacia lo que llamamos sociedad.

En ambos casos pudimos ver cómo, de forma sencilla, los medios de comunicación trataron cada muerte en términos de buenos y malos. Por ejemplo, desagotando la complejidad que asuntos como éstos tienen dentro de una sociedad, se mostraron reticentes a hablar de las presuntas asesinas de Dupuy como madres. De la misma manera, en el caso de Báez Sosa, se cauterizó la posibilidad de insertar el acontecimiento dentro de una narrativa que hable de machismo y desigualdad. Más aún, se instaló que el ataque a Fernando fue en manada como forma de connotar no solo la animalidad de los agresores sino y, por sobre todo, como manera de delimitar una otredad. Tanto el nosotros como los otros se constituyen desde el lenguaje y en este caso particular la otredad se construyó a partir de significantes vinculados con lo irracional, lo bestial, lo impulsivo, lo desmesurado y lo violento. Esto, por supuesto, lleva a que se los instituya como vidas y cuerpos que no merecen ser protegidos porque se consideran ajenos, extraños a la sociedad. Según las narrativas mediáticas de estos días, entre cuerpo humano y cuerpo animal no hay distinción. De allí que de forma inmediata a la sentencia, la cobertura no sólo giró sobre las características y croquis del penal de Melchor Romero donde los condenados pasarán largos días de sus vidas sino también se detallaron las formas de "bienvenidas” que los reclusos les ofrecerán a los condenados porque también es necesario aplicar, a la vez, un plus de justicia mediática a lo ya sentenciado conforme al derecho penal. Los medios se instituyen, así, en una fuente de discursos legítimos para la indignación ofreciendo a sus audiencias una única explicación del mundo posible. Organizando lo real siempre a partir de estos y otros binomios, estos discursos hegemónicos cancelan la posibilidad de disidencias.

En relación con Dupuy, Luciano Lutereau publicó en su Instagram en estos días unas líneas donde también hablaba de cómo solemos poner el mal afuera. La idea que las dos mujeres responsables de Lucio, por ser malas, no pueden ser calificadas como madres. Porque las madres simbolizan lo puro y bueno de una sociedad. Intentando reflexionar sobre la maternidad y los significantes ideológicos que tienen adosados, planteó que (y vamos a más o menos citarlo) si pensamos que una mala madre no es una madre, entonces ¿cómo podemos pensar a las malas madres? Pensamos ideológicamente y al responder sólo desde la indignación y negar la condición de madre a estas dos mujeres, estamos dando un paso al costado respecto de la reflexión acerca de nosotros mismos. Acerca del ideal de la madre verdadera (y de la verdad materna), este paralelismo nos pone a pensar que sí fueron las madres (no una sino dos madres para mayor espanto social) porque que sí existen las malas madres.

La pregunta es ¿cuál es el ahorro en el que incurren los medios cuando una periodista afirma que ella prefiere no tratar de madres a estas dos mujeres? Esta pregunta no puede ser respondida sin incluir en el análisis, el aspecto ideológico ¿Qué sentidos se disputan en procederes comunicacionales como estos?

Pero hay otro aspecto más a tener en cuenta sobre este chico que tanto nos sensibilizó por estos días. Y es que, como sociedad, elegimos la indignación porque resulta un atajo. Es la típica moralina antisocial de poner el pie fuera de la sociedad para apuntar hacia adentro. Desde los medios de comunicación se biografió a estas dos madres (por momentos, incluso, de forma homofóbica) en un abordaje lleno de prejuicios hacia el feminismo donde se contextualizaba al crimen en tanto odio de género hacia Lucio por ser varón (¿se acuerdan de la discriminación al revés?). Entonces, esta forma de acercarnos hacia los fenómenos sociales deja afuera preguntas que resalten los matices de un crimen que no fue cometido por extraterrestres. Especialmente cuando estos hechos suceden en los sectores populares, los medios recortan la realidad para animalizar a las personas, exiliarlos del nosotros y ahorrarnos dimensiones que resultan muy necesarias para que estas cosas dejen de suceder. Si las madres de Lucio tenían adicciones, ¿Qué hizo el Estado? Si las madres de Lucio eran humildes, ¿qué sucede con un sistema que cada vez más excluye? Si existía violencia familiar, ¿qué hicieron las escuelas y los hospitales? ¿Qué hizo la familia? Estas preguntas no buscan apuntar hacia culpables, sino establecer un andamiaje que nos permita progresar como sociedad hacia formas más justas e inclusivas. Es importante apuntar a reconstruir los lazos comunitarios que sustentan la posibilidad de una sociedad, rompiendo los hábitos de desconfianza y temor permitiéndonos en la diferencia tolerarnos, involucrarnos y comprometernos.

De la misma manera podemos pensar acerca de los asesinos de Fernando Baez Sosa. Los medios resaltaron la animalidad (esta vez y por la particularidad de ser chicos bien se permitieron la biografía) de los rugbiers. Pero ningún medio trajo a cuento que, en la gran mayoría de los ritos de iniciación masculinos, las manifestaciones de poder están presente en alguna de sus formas (sea física o simbólica). Que la sociedad incurre en niveles de alcoholismo preocupantes, que los boliches carecen de protocolos para responder ante estos casos y que, incluso, la policía hace lo que puede ante el desborde de miles de jóvenes que viven estos eventos todos los fines de semana. Entonces las condenas a estos muchachos que al momento del hecho eran unos pibes, debería preocuparnos a todos y no festejar, como se ha visto en los medios y redes sociales por estos días. ¿Qué tiene para festejar una sociedad que pierde a un chico en una noche de boliche y que encierra de por vida a otros tantos por el mismo hecho? ¿Podemos creer que esos varones son extraterrestres que llegaron al planeta a hacer lo que hicieron? No pensar la complejidad de las cosas, nos lleva a lugares donde repetimos una y otra vez los mismos hechos. A pesar del asesinato de Fernando las peleas siguen sucediendo en los boliches, en la calle, en los partidos de fútbol infantiles donde los padres se pelean a piñas.

También, y como señaló Rita Segato recientemente en una nota, es necesario vincular en este crimen las estructuras de poder y la masculinidad como vehículo de la violencia. Ignorar la dimensión política (apenas se habla de chetos en la discusión de este caso) sesga la explicación. Es más, en las redes sociales aparecieron los comentarios que antes señalábamos acerca del castigo que en la cárcel debieran sufrir estos sujetos, castigos que por lo general están representados por ejemplos típicos, profundamente patriarcales. La cárcel se convierte, apenas, en la ejecución de una venganza que la sociedad no presenciará.

Creemos que ahorrarnos indagar en estos aspectos nos ahorra también prever sus consecuencias. No insertar estas muertes y sus consecuencias dentro de narrativas sociales largas pone a los sujetos en loop.

 

En la base del funcionamiento de las redes sociales, está lo que podríamos llamar recompensas: el usuario obtiene lo que va a buscar a cambio de consumir publicidades. Nos convertimos en una parte más de la maquinaria publicitaria cuyo peligroso efecto ya vemos en adolescentes que no soportan la frustración, en comportamientos antisociales provocados por la falta de empatía y el disgusto al recibir respuestas que no son las esperadas. La intolerancia se convierte en la atmósfera actual y en los medios de comunicación se alimenta este funcionamiento porque se rigen por las mismas lógicas: en una televisión que día a día pierde consumidores porque los públicos están migrando hacia las redes sociales, queda una caja vacía en la cual sólo resalta la publicidad (vean Gran Hermano un domingo y saquen la cuenta neta de cuánto es programa y cuánto publicidad). La forma de publicitar productos es tener un público que se identifique con ellos el cual se conquista diciéndole lo que éste quiere espera. El loop de una sociedad que día a día se vuelve más extrema.

 

No podría ser de otra manera, toda vez que la reflexión es un ejercicio de paciencia, de constancia, de tolerancia. Arriesgarse a pensamientos distintos y desafiar las propias convicciones requiere esfuerzo. Es un ejercicio por el cual nos enriquecemos como sociedad resultando cualidades como la empatía, la virtud cívica, la inclusión. Entonces no vemos nada positivo en abarcar los acontecimientos desde puntos velados, desde perspectivas falaces o parciales. Es necesario pedir a los medios y exigirse a uno mismo el esfuerzo de pensar la realidad de forma compleja sabiendo que todos estamos participando de estas mismas lógicas. En esa complejidad está el inicio de la solución de los problemas sociales.

Al momento de pensar este artículo nos surgieron debates que aquí no están desarrollados fundamentalmente porque no intentamos proponer verdades sino apenas señalar la necesidad de inserts que problematicen lo que se nos presenta acotado a diario. Este texto tiene como título una frase de la canción de La Renga que dice “la ruta sigue más allá de las luces de la autopista”. La metáfora del viaje como forma de arriesgarse a lo desconocido, salir de la ciudad a la ruta para ampliar las fronteras mentales, es una invitación. 


* Lucia Villa es Licenciada en Comunicación Social de la Universidad de Buenos Aires.


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